Presentacion de Alvaro Miranda Poeta Uruguayo

Álvaro Miranda, nació en Santa Marta, Colombia, en 1945. Poeta, novelista, historiador, ensayista, editor y director de revistas literarias. Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad de La Salle. Su primer libro de poemas Indiada aparece en 1971. En 1982, con ocasión de recibir el Premio Nacional de Poesía, la Universidad de Antioquia publica Los Escritos de don Sancho Jimeno. Su novela, La Risa del Cuervo, escrita en 1983, obtuvo el primer premio en Buenos Aires y fue publicada en el año siguiente por la universidad de Belgrano. Reescrita durante varios años y editada nuevamente en Bogotá por su editorial Thomas de Quincey, en 1992, es galardonada por Colcultura, con el premio “Pedro Gómez Valderrama”. En 1996, Simulación de un reino recopila toda su obra poética (1966-1995). Su trabajo ha sido traducido al inglés, al ruso y al catalán. Buena parte de su trabajo literario está referido a un constante interés por la conquista española y el Caribe en sus sucesos y lenguaje. La Otra épica del Cid, como poemario, obtuvo la primera mención en el Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura de Colombia (2007). El Programa Leer el Caribe, auspiciado por Banco de la República y Observatorio del Caribe Colombiano, publicó del autor Obra escogida (2016). La Universidad Externado de Colombia publicó El libro blanco de los muertos (2017). Entre sus libros publicados también se encuentran: Colombia la senda dorada del trigo (2000), León de Greiff en el país de Bolombolo (2004), Un cadáver para armar (2007), Jorge Eliécer Gaitán, el fuego de una vida (2008), Totó la momposina la memoria del tambor (2011) y Roberto Triana la memoria audiovisual (2015).


El poeta mexicano Marco Antonio Campos dijo al referirse a La otra épica del Cid: “Libro muy estructurado siguiendo el modelo del Myo Çid antiguo, pero volviéndolo intensa y admirablemente colombiano. Imágenes y metáforas de gran belleza y originalidad que suceden unas a otras sin perder nunca el hilo del discurso. Los nombres propios adquieren vida intensa. Un ritmo terso que se conjuga naturalmente con los contenidos. El autor combina muy bien el lenguaje culto con expresiones y palabras colombianas y con menciones a elementos de la naturaleza de la región. Un verdadero poeta”.

Es posible que quien asume la escritura como un destino, no sepa que esas palabras que él aborda exigen un sentido, es decir, un algo qué decir que supere los caprichos y las necesidades personales de comunicar.


¿Dónde estaba yo cuando al lanzar las primeras letras sobre el papel me llegaba esa dirección que deben tener las palabras? Estaba como todos, en el lugar de la incertidumbre, en ese lugar que parece un limbo, en ese sitio neutro tan apropiado para las almas infantiles que quieren crecer diciendo cosas con la tinta que se desplaza sobre el papel.


Afuera del limbo está la vida, esa frescura intensa de los días que el trópico hace caer como una catarata de luz sobre la memoria, el olor de un arcoíris que se desplaza sobre el mar, las palabras que desde el mercado saben a coco, a pescado frito y a frutos de caimito que comienzan a abrirse para su propia podredumbre. Esa era la vida que a mí me correspondía porque estaba atado a otras vidas, a las que habían escogido mis padres por mandatos de tantos antepasados que sobre un territorio del Caribe habían echado sus anclas para ser sedentarios y de vez en cuando levantarlas para arriesgarse a ser nómadas más allá de sus fronteras planas que se internaban en el mar, o se devolvían hacia el sur del país para toparse en la distancia con una cordillera.


“¡Ajá!”, dice quien comienza a escribir desde la juventud “¿conque ese es mi destino?”, y las palabras salen desbocadas para buscar un rumbo presentido, una dirección con un norte que se halla en cada lugar preciso que los pasos de ayer caminaron.


¿Por dónde había caminado yo y por qué no dejaba en el olvido los pasos del ayer? Había andado por los lugares donde el viento no podía desbaratar los gritos que en Santa Marta, Barranquilla o Cartagena seguían aún vigentes sobre paredes de cal, techos de paja o de barro, horcones desportillados donde los nietos de los esclavos dormitaban sin sentir el ruido de los autos, el ladrido de los perros flacos que se orinaban sobre las puertas de los juzgados o el movimiento de las nalgas relucientes de las mujeres que exponían sus senos mestizos a la mirada de un vendedor de lotería.


De repente, a los diez años de edad, un Lockheed Super Constellation de cuatros motores, levantó vuelo sobre el aeropuerto de Soledad, en Barranquilla, la capital del departamento del Atlántico y en dos horas me colocó a mí y a toda mi familia, en el aeródromo de Techo, sobre la Sabana de Bogotá. En medio de un cielo gris y una garúa que limpiaba la memoria de un sol desaparecido en el temprano atardecer.


Me llegaban otros signos con los que mis sentidos comenzaban a recibir, en el envés del trópico, la altura andina de la capital, Bogotá, donde la cordillera fabricaba el frío. Un taxi negro nos llevó por la avenida de las Américas hasta la Avenida Caracas y de ahí con destino norte hasta la Avenida 42 donde mi padre tenía para nosotros una enorme casa. Él se había adelantado a nuestro viaje para los arreglos previos y su nuevo trabajo en una oficina del Estado encargada del abastecimiento nacional de los alimentos.


Aleja, la señora de la cocina, llegada del Cocuy, una población ubicada en lo más profundo de los Andes nevados del oriente colombiano, de doble trenza en la cabellera cubierta con un sombrero tejido en paja, con falda negra que se anchaba como campana al llegar a los tobillos, calzada con alpargatas de cabuya, nos llamaba a todos los miembros de la familia “patos” porque en la añoranza del calor perdido, nos bañábamos todos días.


La capital del país estaba llena de curas, hermanos cristianos, mujeres de cachetes rosados, pero sobre todo, de un silencio que murmuraba al corazón otro ritmo en las palabras.


El encanto estaba en ese verde que se mezclaba con un frio que vibraba sobre los cerros tutelares que veíamos al oriente como si se tratara de una línea ondulante que se enfrentaba al telón azul del cielo. De inmediato buscar un colegio. Cerca estaba el de los Hermanos Maristas, donde un viejo profesor de la comunidad, el hermano Pablo, calvo y de cachetes colorados, guiaba en el estudio a todos sus estudiantes con una larga regla en una de sus manos. Desde su dignidad sotánica, nos recordaba durante la última clase de sábado, que no debíamos olvidar la obligación de estar en el Colegio al día siguiente, a las ocho de la mañana, a oír en devoción, uniformados de paño azul y camisa de cuello almidonado con corbata, la santa misa del domingo.


Un marconigrama trajo una noticia tensionaste. El abuelo materno Pedro Hernández había sufrido una embolia. Era necesario trasladarlo a Bogotá. Llegó. Fue la felicidad completa para mí. Era el compañero de cuentos que me había enseñado a escuchar el mambo de Pérez Prado, las salsas cantadas de Celia Cruz, las fábulas de Esopo e Iriarte.


En Bogotá el abuelo barranquillero era un aventurero de paseos con su nieto en la silla de ruedas. Salíamos por la mañana al Parque Nacional, a unas cuantas cuadras de la casa. Yo era el conductor de aquella silla que devoraba andenes y pavimentos entre autos y peatones. Un día fue el grito. No alcanzó a levantarse de su pequeño y particular vehículo y rodo por las escaleras que separaban el segundo del primer piso. No pasó nada, solo el susto.


Meses después, para las vísperas de las fiestas cartageneras del Once de noviembre, murió. Vino el galope de los caballos funerarios, grandes percherones que alzaban crespones en lo alto de sus cabezas. Marcharon por la avenida Caracas rumbo al Cementerio Central.


Estaba sembrada, con su muerte, la nostalgia de la cava de vinos en el barrio San Roque, donde el abuelo fabricaba su bebida con todas las frutas del mercado que llegaban por el caño de la Ahuyama sobre enormes bongós seguidos por gallinazos imperiales. En su fábrica el vino era a veces de uva y en otras ocasiones de naranja o frutos dulces y maduros de los platanales de la Zona Bananera.


Tenía yo la idea de que nunca más volverían sobre mis pies la tierra y los olores que había conocido en mi infancia desde el día que nací en el Hospital San Juan de Dios de Santa Marta, cuarto de San José, a 50 metros del mar.


Ahora estábamos anclados sobre los Andes, el lugar donde comencé a conocer a Gonzalo Jiménez de Quesada, el conquistador leproso que hubiera podido ser el mismo caballero Quijada o Quesada de quien Miguel de Cervantes me enseñó a ver con los ojos de la imaginación, o del mismo modo como lo sacaba de la cuadrícula de la historia Germán Arciniegas, quien lo describía en el especio de un papel con gestos de locura. Ahora era yo el hidalgo sin sentido, venido a menos y que mi madre me leía por las tardes cuando salía del colegio de los Hermanos Maristas.


En el camino al colegio encontré sobre las vitrinas llenas de libros para la venta, a Tom Sawyer de Marx Twain. El Caribe reaparecía cuando encontraba que el autor estadounidense tenía narraciones sobre barcos de vapor con enormes ruedas y cómo el mejor tesoro de sus personajes, una piel de gato que escondían sobre las orillas del Mississippi, esas aguas que mi imaginación de niño confundía con el mismo río Magdalena.


Vino después un cambio de colegio. No me dejaron continuar en el Instituto de los hermanos cristianos por no haber pasado el examen de aritmética. Mi padre me matriculó en el Gimnasio Boyacá que estaba primero diagonal a la Iglesia Santa Teresita del barrio del mismo nombre y después en la carrera 27 con calle 45 A, del barrio Belalcázar.


Iniciaba ahí mi bachillerato. Entre los compañeros de curso había un muchacho delgado que escribía versos, mi paisano y amigo de la familia en tres generaciones atrás, el poeta José Luis Díaz Granados. Era la admiración de todos porque había publicado cuentos y poemas en los dos principales diarios de la capital, El Espectador y El Tiempo. Estaba también Luis Fayad, a quien todos llamábamos El Turco Fayad por su origen sirio libanés, por sus enormes mostachos estilo Stalin. Fayad, sin escribir aún su novela Los parientes de Esther ocultaba sus poemas para su auditorio de conversadores como César Amaya, Diego Hernández, Pedro Rincón Pabón, Harold y Arcesio Zúñiga Dishington, todos del Gimnasio y amigos de tintos amargos y cigarrillos Piel Roja.


Delante de mí, la palabra crecía como una mujer gigante que traía en sus labios los signos de dos mundos reencontrados: el de allá, el Caribe donde los alcaravanes hacían su altar junto al mar y el de acá, el Andino, donde los copetones se perdían como una hoja más entre los arbusto. Era Holderlin el que permanentemente me preguntaba: “¿Tornan de nuevo las grullas a ti, las naves el rumbo tuercen, van de tus playas en pos? ¿Serenas y ansiadas brisas llegan al plácido mar, y al sol asomando del abismo el delfín, luz nueva inunda su dorso?” El preguntar me llevaba a establecer diferencias con las voces generacionales. Buscaba mi palabra para escribir. Para hablar del pasado de indios, de blancos y de mestizos. Tuve en mis lecturas y vivencias, una historia de plenitud, de profundidad de ese mar salitroso. El mar era la historia que jamás reaparecería como lo sentía Derek Walcott, o como lo presagiaba en el deseo del sueño surrealista de Aime Cesaire o lo cominicaba desde el más allá de la imagen, Saint John Perse. Yo no era yo, sino lo que la palabra tejía de mí.


El poeta argentino Enrique Molina fue el primero en establecer lo que significaba mi poesía cuando en 1981 fue jurado del Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia. Molina decía: “Toma el acento de un español de crónica antigua. El poeta maneja un idioma paródico con humor, con fuerza expresiva y con gran contenido vital… es una expresión, diría yo, muy rotunda, muy fuerte, hace recodar al Arcipreste de Hita. Los escritos de don Sancho Jimeno es ciertamente una especie de ruptura de lenguaje, de gran originalidad, y la originalidad en la poesía moderna es un valor estético (Gaceta de Colcultura 6, Vol. No 41, 1983, p. 14).


A medida que los comentarios críticos de mi obra poética crecían porque me había salido de los marcos tradicionales, como de igual modo lo hacían mis dos novelas, La risa del cuervo y Un cadáver para armar, los silencios se hacían más evidentes en la exclusión de mi obra en las antologías a nivel nacional. Sin embargo, no dejaban de aparecer luces de buena crítica para oponerse. En el libro, Omeros de Derek Walcott y Simulación de un reino de Alvaro Miranda, poéticas de la deconstrucción del canon, publicado en el 2010 y auspiciado por la Universidad del Atlántico y la Universidad de Cartagena, su autor Amilkar Caballero, sostiene: “…el verso de Miranda acoge las voces de las culturas que se conjugaron para formar la cultura caribeña: el discurso indígena, el discurso español colonial, el discurso de los negros, el discurso de los asiáticos y el discurso de los inmigrantes que llegaron en épocas recientes a la región. Su visión de la lengua del Caribe es sincrética y abarcadora y, por lo tanto, muy rica en los muchos matices”. Ya antes, golpes de saludo en la espalda los había recibido de compañeros de generación como Juan Gustavo Cobo Borda, Darío Jaramillo, José Luis Díaz Granados y Augusto Pinilla, y del crítico barranquillero Ariel Castillo, motor permanente para otros inquietos investigadores de la obra. De igual modo Adriana Grosso, con su apoyo, desde la casa o desde la oficina de nuestra empresa Thomas de Quincey Editores, estaba pendiente, para que, lo que yo entonces escribía, se hiciera visible en libros, como si se tratara de una bandeja de letras.


Fecha: 28/04/2018 18:45 hs
Direccion: C/Predicadores, 70
Sala: La Bóveda del Albergue
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